Hablábamos sobre las ventajas de
los e-book (libro electrónico) que permiten reunir en muy poco peso varias
obras, mantener el punto de lectura, escoger el tamaño de letra y guardarlo en
un bolsillo.
Argumentaba mi interlocutor que
nada podía sustituir al libro de papel. Hay un encanto especial en tocar su
papel sedoso, en hojearlo, en sentirlo entre las manos; en poseerlo. Además,
estos nuevos formatos son como las setas, aparecen en un determinado momento y
antes que te des cuenta, ya han desaparecido. Son de rápida caducidad. Fíjate
en los discos de vinilo, las casettes, los CD, los DVD…Aún no has aprendido un
sistema, que ya está cayendo en desuso. Cuando quieres usar algo que hace algunos
años que has guardado, el formato ya no es compatible. El papel es lo único que
perdura siglos.
A finales del siglo XIX, nuestro
fanatismo eurocentrista nos impedía ver más allá de nuestros parámetros de
medida hasta el punto de llegar a decir que sin escritura no podía existir
cultura. De un plumazo, sesudos antropólogos geógrafos e historiadores
determinaron que esas gentes que poblaban amplias zonas de África, Asia,
América, etc. y que desconocían la escritura, no poseían cultura; vivían en la prehistoria. Desdichada estrechez
de miras que dio al traste con la oportunidad de recoger un patrimonio
valiosísimo.
Decía mi interlocutor que con el
libro electrónico se pierde una conexión con la obra de arte. Que el tacto, la
forma, la portada. Que parece que no quede nada cuando acabas de leer. El
archivo informático no pasa a formar parte de un estante de brillantes lomos
ordenados. Y sí, es cierto; algo se pierde. Yo argumentaba que hay ventajas que
compensan esto y que son cambios fruto de la ciencia. Tantos árboles que no
serán precisos, tanto espacio, tanta facilidad de transporte y almacenaje.
Tantos avances técnicos.
Me pregunto: ¿Solo existe el
libro y la escritura? y hago el viaje inverso hacia atrás. ¿Qué debieron pensar
aquellos monjes en los escritorios de los monasterios del siglo XV al ver
aparecer la imprenta? De golpe, un escrito podía ser reproducido miles de veces
y llegar a un amplio público de forma económica. ¡Bien! Pero, ¿Dónde queda la
obra manuscrita, el trabajo minucioso de la copia, el arte de la miniatura,
precursora de la ilustración, o la impresionante letra capital? El libro perdía
su alma para pasar a ser una simple reproducción.
¿Y antes del papel? Ya existía la
escritura. Alfabetos cuneiformes o jeroglíficos eran trazados sobre tablillas
de arcilla y sobre la roca o pintados en lugares ceremoniales. La comprensión
de estos diferentes sistemas era minoritaria ya que prácticamente solo los
escribas tenían ese conocimiento. ¿Qué ocurría pues con “el pueblo”? Hasta la
Edad Media, gran parte de la sociedad era analfabeta y su aculturización se daba
a través de las imágenes: escultura, pintura, arquitectura, colores, etc.; las
manifestaciones sociales: danzas, liturgias, ceremoniales; y la transmisión
oral. Esta última ha sido el principal vehículo de comunicación para toda la
humanidad. Cuantas cosas hemos oído de nuestros padres; cuanto hemos aprendido
de tantos profesores que nos explican cosas. Todo. Ha sido y aun es el mayor
vehículo de transmisión de la cultura.
¿Si no hay escritura no existe la
cultura? Quiero quedarme en una estampa propia de la sabana africana o de las
junglas amazónicas pero que entreveo en los recuerdos de mi abuelo materno. El
anciano que sienta a su alrededor a niños, jóvenes y seguramente algún adulto y
empieza: “Había una vez” y explica la historia de la tribu, de los ancestros,
de los espíritus de los que nos han precedido, de la guerra que se hizo contra
tal tribu vecina, de como tal bravo guerrero venció a la fiera y se hizo hombre,
etc. Es cultura que se transmite de una forma tan válida como la escrita. Y
aquí le preguntaba a mi interlocutor donde quedaba la voz modulada, el ritmo
escogido o la variación querida para adaptar la historia a los oyentes. ¿Qué
debía pensar el contador de cuentos, el trovador y el juglar al ver su arte interpretativo
reducido a unas frías letras trazadas sobre un papel?
A cada etapa que avanzamos algo
se pierde: el arte de quien cuenta la historia, el arte de quien la escribe e
ilustra, el buen hacer del editor. ¿Si tanto se pierde, no quedará nada? Sigue
quedando. Seguimos hechizándonos ante un buen relato porque lo importante es el
contenido, no el continente. Todo cuanto queda es el alma de la historia o el
conocimiento en sí, y lo que se pierde son las diferentes almas añadidas. Así
un manuscrito, no es lo mismo que un relato. Uno incorpora el alma de la
historia más el alma del contador, el otro el alma de la historia más la del
ilustrador. Compararlos es comparar peras con plátanos. Debemos asumirlo para
no compararlo y si acaso, disfrutar de las ventajas que cada uno puede
ofrecernos.
Esta era la antigua labor del
alquimista. El químico mezcla productos de la naturaleza y obtiene otro
diferente y que es tan solo materia inerte. El alquimista hacía lo mismo pero
además le transmitía alma. Esa era su magia. Por eso, yo me quedo con el relato
del anciano; porque su alma se añade al alma de la historia que cuenta, y en
esa unión puedo sentir vivo el calor humano.
A fin de cuentas, la ciencia nos
da un conocimiento puramente material como el producto del químico y el ser
humano lo que busca es el alma de las cosas.