Cuando te mencionan monasterio, piensas en lugares cerrados con
cantos gregorianos y procesiones de monjes recitando letanías y oraciones.
Cuando te dicen monasterio, con frecuencia, olvidas todo lo que lo acompaña. En
España hubo un tiempo en que se instalaron muchas de estas instituciones pertenecientes a la orden del
cister. Unas características definían estos complejos: lugares apartados, agua
abundante, posibilidad de autosuficiencia (autarquia), claustro y por supuesto iglesia. El monasterio
de Piedra se halla cerca de Calatayud, provincia de Zaragoza, en un hermoso
valle por donde discurre el rio Piedra
del que toma el nombre.
Cuando llegamos pudimos
comprobar que lo importante es el lugar, ya que el complejo está en ruinas y
solo restaurado en parte para alojar un hotel y un pequeño museo. La zona es
parque natural y está surcada por los brazos de agua del rio Piedra que forman
diversas cascadas, saltos de agua y lagos. La vegetación recibe como una bendición
esta humedad como maná que se posa en sus hojas. La piedra calcárea toma mil
formas bajo la acción del agua. En el lecho de los riachuelos, la perfección de
la esfera se logra por la simple y continuada caricia del agua sobre las
piedras. Un pequeño valle recibe en sus prados de césped los saltos de agua y
forma cursos de agua entre chopos, plátanos inmensos y castaños centenarios. Un
camino traza el itinerario del parque. Si lo sigues, te llevará a descender por
un empinado túnel de escalones pétreos que penetrando en el interior de la
montaña te conduce justo tras el mayor de los saltos de agua. Desembocas en una
gran bóveda con el ensordecedor ruido del agua cayendo desde 40 metros y la
humedad goteando del techo rocoso como si lloviera. En la penumbra, el frio te
sorprende mientras fuera la temperatura no baja de 40. Las rocas del interior
tienen el verde del musgo que las cubre
y el suelo resbaladizo dificulta adentrase en sus profundidades.
¡Que explosión de energía produce
el agua al chocar contra el suelo! Como la puedes sentir flotando en
el aire, llenando la cueva. Mojado y frio, no puedes evitar cerrar los ojos,
entregarte y dejar que los demás sentidos participen de la fiesta y llenarte de
ese aire que es vida en estado puro. En los lagos hay piscifactoría de truchas.
Innumerables aves y pequeños mamíferos tienen también ellos aquí su santuario.
Este parque rebosa vida.
Apenas a cinco kilómetros de aquí se encuentran
las hoces del rio Mesa. La gente acude al rio a bañarse en los pequeños recodos
que se forman protegidos por la vegetación. También está la ermita de la Virgen
de Jaraba encaramada a lomos de los riscos de una garganta entre montañas. El ambiente tiene algo que muy pocas veces he
experimentado. Hay que pararse a escuchar el silencio. El silencio es una
realidad tangible, no un lugar donde no hay sonido, sino que el sonido que hay
es el del silencio. Posee una grandiosidad inimaginable y es un espectáculo
para el oído. El silencio tiene dimensión y llena todo el espacio hasta los
escarpados de la pared que cierra la garganta donde está el santuario. En el
cielo solo se alcanza a ver alguna rapaz planeando majestuosa a la espera de
presas. En esas escarpadas paredes anida algún buitre y alimoche. Nada más
interrumpe una quietud total que un sol de justicia, que la hace más dramática
si cabe. También aquí cierras los ojos y les das una oportunidad a los demás
sentidos. Estamos tan sumergidos en una sociedad de imágenes, que cerrar los
ojos es entrar en otro mundo y experimentar otras cosas. Cerrando las puertas a
las imágenes, toda la atención y la
actividad cerebral se desplazan y puedes conocer desde otro ángulo lo que nos
rodea. Cerrando los ojos, percibes un mundo que te es extraño o ajeno y al
mismo tiempo, el acto de cerrar los ojos te reconecta a este mundo. Vuelves a
sentirte parte de él. Son momentos irrepetibles; momentos mágicos.
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