martes, 11 de septiembre de 2012

El alma de las cosas


Hablábamos sobre las ventajas de los e-book (libro electrónico) que permiten reunir en muy poco peso varias obras, mantener el punto de lectura, escoger el tamaño de letra y guardarlo en un bolsillo.
Argumentaba mi interlocutor que nada podía sustituir al libro de papel. Hay un encanto especial en tocar su papel sedoso, en hojearlo, en sentirlo entre las manos; en poseerlo. Además, estos nuevos formatos son como las setas, aparecen en un determinado momento y antes que te des cuenta, ya han desaparecido. Son de rápida caducidad. Fíjate en los discos de vinilo, las casettes, los CD, los DVD…Aún no has aprendido un sistema, que ya está cayendo en desuso. Cuando quieres usar algo que hace algunos años que has guardado, el formato ya no es compatible. El papel es lo único que perdura siglos.
A finales del siglo XIX, nuestro fanatismo eurocentrista nos impedía ver más allá de nuestros parámetros de medida hasta el punto de llegar a decir que sin escritura no podía existir cultura. De un plumazo, sesudos antropólogos geógrafos e historiadores determinaron que esas gentes que poblaban amplias zonas de África, Asia, América, etc. y que desconocían la escritura, no poseían cultura; vivían en la prehistoria. Desdichada estrechez de miras que dio al traste con la oportunidad de recoger un patrimonio valiosísimo.
Decía mi interlocutor que con el libro electrónico se pierde una conexión con la obra de arte. Que el tacto, la forma, la portada. Que parece que no quede nada cuando acabas de leer. El archivo informático no pasa a formar parte de un estante de brillantes lomos ordenados. Y sí, es cierto; algo se pierde. Yo argumentaba que hay ventajas que compensan esto y que son cambios fruto de la ciencia. Tantos árboles que no serán precisos, tanto espacio, tanta facilidad de transporte y almacenaje. Tantos avances técnicos.
Me pregunto: ¿Solo existe el libro y la escritura? y hago el viaje inverso hacia atrás. ¿Qué debieron pensar aquellos monjes en los escritorios de los monasterios del siglo XV al ver aparecer la imprenta? De golpe, un escrito podía ser reproducido miles de veces y llegar a un amplio público de forma económica. ¡Bien! Pero, ¿Dónde queda la obra manuscrita, el trabajo minucioso de la copia, el arte de la miniatura, precursora de la ilustración, o la impresionante letra capital? El libro perdía su alma para pasar a ser una simple reproducción.
¿Y antes del papel? Ya existía la escritura. Alfabetos cuneiformes o jeroglíficos eran trazados sobre tablillas de arcilla y sobre la roca o pintados en lugares ceremoniales. La comprensión de estos diferentes sistemas era minoritaria ya que prácticamente solo los escribas tenían ese conocimiento. ¿Qué ocurría pues con “el pueblo”? Hasta la Edad Media, gran parte de la sociedad era analfabeta y su aculturización se daba a través de las imágenes: escultura, pintura, arquitectura, colores, etc.; las manifestaciones sociales: danzas, liturgias, ceremoniales; y la transmisión oral. Esta última ha sido el principal vehículo de comunicación para toda la humanidad. Cuantas cosas hemos oído de nuestros padres; cuanto hemos aprendido de tantos profesores que nos explican cosas. Todo. Ha sido y aun es el mayor vehículo de transmisión de la cultura.
¿Si no hay escritura no existe la cultura? Quiero quedarme en una estampa propia de la sabana africana o de las junglas amazónicas pero que entreveo en los recuerdos de mi abuelo materno. El anciano que sienta a su alrededor a niños, jóvenes y seguramente algún adulto y empieza: “Había una vez” y explica la historia de la tribu, de los ancestros, de los espíritus de los que nos han precedido, de la guerra que se hizo contra tal tribu vecina, de como tal bravo guerrero venció a la fiera y se hizo hombre, etc. Es cultura que se transmite de una forma tan válida como la escrita. Y aquí le preguntaba a mi interlocutor donde quedaba la voz modulada, el ritmo escogido o la variación querida para adaptar la historia a los oyentes. ¿Qué debía pensar el contador de cuentos, el trovador y el juglar al ver su arte interpretativo reducido a unas frías letras trazadas sobre un papel?
A cada etapa que avanzamos algo se pierde: el arte de quien cuenta la historia, el arte de quien la escribe e ilustra, el buen hacer del editor. ¿Si tanto se pierde, no quedará nada? Sigue quedando. Seguimos hechizándonos ante un buen relato porque lo importante es el contenido, no el continente. Todo cuanto queda es el alma de la historia o el conocimiento en sí, y lo que se pierde son las diferentes almas añadidas. Así un manuscrito, no es lo mismo que un relato. Uno incorpora el alma de la historia más el alma del contador, el otro el alma de la historia más la del ilustrador. Compararlos es comparar peras con plátanos. Debemos asumirlo para no compararlo y si acaso, disfrutar de las ventajas que cada uno puede ofrecernos.
Esta era la antigua labor del alquimista. El químico mezcla productos de la naturaleza y obtiene otro diferente y que es tan solo materia inerte. El alquimista hacía lo mismo pero además le transmitía alma. Esa era su magia. Por eso, yo me quedo con el relato del anciano; porque su alma se añade al alma de la historia que cuenta, y en esa unión puedo sentir vivo el calor humano.
A fin de cuentas, la ciencia nos da un conocimiento puramente material como el producto del químico y el ser humano lo que busca es el alma de las cosas.

lunes, 3 de septiembre de 2012

Momentos mágicos II


Cuando te mencionan monasterio, piensas en lugares cerrados con cantos gregorianos y procesiones de monjes recitando letanías y oraciones. Cuando te dicen monasterio, con frecuencia, olvidas todo lo que lo acompaña. En España hubo un tiempo en que se instalaron  muchas de estas  instituciones pertenecientes a la orden del cister. Unas características definían estos complejos: lugares apartados, agua abundante, posibilidad de autosuficiencia (autarquia),  claustro y por supuesto iglesia. El monasterio de Piedra se halla cerca de Calatayud, provincia de Zaragoza, en un hermoso valle por donde discurre el rio  Piedra del que toma el nombre.
 Cuando llegamos pudimos comprobar que lo importante es el lugar, ya que el complejo está en ruinas y solo restaurado en parte para alojar un hotel y un pequeño museo. La zona es parque natural y está surcada por los brazos de agua del rio Piedra que forman diversas cascadas, saltos de agua y lagos. La vegetación recibe como una bendición esta humedad como maná que se posa en sus hojas. La piedra calcárea toma mil formas bajo la acción del agua. En el lecho de los riachuelos, la perfección de la esfera se logra por la simple y continuada caricia del agua sobre las piedras. Un pequeño valle recibe en sus prados de césped los saltos de agua y forma cursos de agua entre chopos, plátanos inmensos y castaños centenarios. Un camino traza el itinerario del parque. Si lo sigues, te llevará a descender por un empinado túnel de escalones pétreos que penetrando en el interior de la montaña te conduce justo tras el mayor de los saltos de agua. Desembocas en una gran bóveda con el ensordecedor ruido del agua cayendo desde 40 metros y la humedad goteando del techo rocoso como si lloviera. En la penumbra, el frio te sorprende mientras fuera la temperatura no baja de 40. Las rocas del interior tienen el verde  del musgo que las cubre y el suelo resbaladizo dificulta adentrase en sus profundidades.
¡Que explosión de energía produce el agua al chocar contra el suelo! Como la puedes sentir  flotando en el aire, llenando la cueva. Mojado y frio, no puedes evitar cerrar los ojos, entregarte y dejar que los demás sentidos participen de la fiesta y llenarte de ese aire que es vida en estado puro. En los lagos hay piscifactoría de truchas. Innumerables aves y pequeños mamíferos tienen también ellos aquí su santuario. Este parque rebosa vida.


Apenas a cinco kilómetros de aquí se encuentran las hoces del rio Mesa. La gente acude al rio a bañarse en los pequeños recodos que se forman protegidos por la vegetación. También está la ermita de la Virgen de Jaraba encaramada a lomos de los riscos de una garganta entre montañas. El  ambiente tiene algo que muy pocas veces he experimentado. Hay que pararse a escuchar el silencio. El silencio es una realidad tangible, no un lugar donde no hay sonido, sino que el sonido que hay es el del silencio. Posee una grandiosidad inimaginable y es un espectáculo para el oído. El silencio tiene dimensión y llena todo el espacio hasta los escarpados de la pared que cierra la garganta donde está el santuario. En el cielo solo se alcanza a ver alguna rapaz planeando majestuosa a la espera de presas. En esas escarpadas paredes anida algún buitre y alimoche. Nada más interrumpe una quietud total que un sol de justicia, que la hace más dramática si cabe. También aquí cierras los ojos y les das una oportunidad a los demás sentidos. Estamos tan sumergidos en una sociedad de imágenes, que cerrar los ojos es entrar en otro mundo y experimentar otras cosas. Cerrando las puertas a las imágenes, toda la atención y  la actividad cerebral se desplazan y puedes conocer desde otro ángulo lo que nos rodea. Cerrando los ojos, percibes un mundo que te es extraño o ajeno y al mismo tiempo, el acto de cerrar los ojos te reconecta a este mundo. Vuelves a sentirte parte de él. Son momentos irrepetibles; momentos mágicos.